Llegué a Vilafranca

19/06/2017 - 08:42h

David Monteagudo

Vilafranca

Llegué a Vilafranca a primera hora de la mañana, después de haber conducido durante toda la noche. Intenté recordar cuántos años llevaba fuera, sin haber hecho ni una triste visita, pero no fui capaz de echar las cuentas. La falta de sueño, la insana vigilia, mezcla de exaltación y aturdimiento, que había conseguido a base de estimulantes, enturbiaba mi mente y al mismo tiempo me daba una sensación de levedad un tanto irreal. La ciudad estaba como siempre, no encontré en mi trayecto ninguna novedad que me llamara la atención. No se veía un alma por la calle. Me extrañó, hasta que me di cuenta de que era domingo, y la visión de la calle larga y recta –la antigua carretera–, con su perspectiva de edificios y coches aparcados en completa quietud, se convirtió en una imagen familiar y reconocible. El semáforo del estanco no funcionaba, pero incluso esta pequeña anomalía me traía ecos del pasado, de otras madrugadas en las que, de vez en cuando, ocurría lo mismo.

 

 

Aún tenía que girar una bocacalle para llegar a mi destino, pero vi un sitio libre al final de una larga hilera de coches aparcados, entre el último de éstos y la puerta de un garaje. Aparqué sin ninguna dificultad y salí del coche desperezando mi cuerpo entumecido. Lo primero que me llamó la atención fue la paz que se respiraba en el aire, la absoluta quietud y el silencio tan sólo alterado por el piar de los pájaros en los árboles del paseo, que me parecieron más frondosos de lo que yo recordaba. Lo segundo que me sorprendió fue el coche más inmediato. Cuando me acerqué para comprobar que el mío no hubiera quedado demasiado pegado a él, observé con sorpresa que era el típico coche abandonado, cubierto por una gruesa capa de polvo y con los neumáticos deshinchados. Me pareció raro que hubieran dejado tanto tiempo un coche en semejantes condiciones, en una avenida tan céntrica; esas cosas, al menos en mis tiempos, sólo se veían en determinadas calles de las afueras. Luego me di cuenta, con un asombro que iba en aumento, de que el coche siguiente estaba en el mismo estado, y el otro, y el de más allá, y toda la fila que yo recorría acelerando el paso, cada vez más nervioso, cada vez más asustado.

Porque no eran sólo los coches, también las casas estaban sucias, con los cristales de puertas y ventanas velados por una película terrosa que no permitía ver el interior. Y además estaba la hierba; unos manchones de hierba dura y tenaz que crecía en las grietas del pavimento, que levantaba las baldosas de la acera y obstruía la puerta de cristal del banco, antaño tan brillante, ahora esmerilada de suciedad, aprisionada por la irrupción imparable de la naturaleza.

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